Al volver del trabajo, he pasado por un jardín en el que había unos aspersores.
Me han salpicado de agua.
Me he sentido, de repente, viva, feliz.
Quizás
porque lo he asociado al recuerdo de aquellas tardes calurosas de
verano que pasamos juntos. A la tarde en que empezó a anochecer mientras
a nosotros las horas nos parecían minutos echados en aquel jardín de la
universidad, tus manos perdidas por mi cuerpo y la ropa descolocada. En
medio de la vorágine de besos, de ansia de sentir la piel del otro
pegada a la nuestra, nos desnudamos amparados por la sombra de aquella
amazónica que nos separaba de la gente y nos dejamos llevar por el calor
que emanaban nuestros cuerpos.
Estaba
sobre ti, cabalgando sobre tu polla, mis manos sobre tu pecho,
intentando no clavarte las uñas llevada por la pasión cuando se
encendieron los aspersores.
Pero
en ese momento, no nos importaba nada. Seguimos como si nada. Estábamos
casi en el punto de ebullición así que unas gotas de agua no nos
distrajeron.
Cuando
la cordura volvió a ocupar su lugar y nos dejó pensar sensatamente, nos
dimos cuenta de que estábamos empapados. Al igual que nuestra ropa.
Y
de repente, nos entró la risa. Recogimos las cosas, salimos deprisa del
radio de alcance del aspersor mientras las carcajadas casi nos hacían
doblarnos de la risa.
Quizá sea por eso aún hoy los aspersores me hacen sentir feliz, llena de vida
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