Susurra: «no te vayas todavía», mientras él se desliza para salir de tu cama antes de la salida del sol y vos te quedás ahí, de espaldas, enfriándote, desnuda entre las sábanas con olor a sudor como almizcle, a cebolla.
Sentite gris, como una toalla abandonada en un vestuario. Míralo mientras él vuelve a subirse los pantalones, se pone el sweater, las medias y los zapatos. Sacá la mano y agarralo del muslo cuando se incline y te bese con rapidez, diciéndote que no te levantes, que él va a cerrar con llave cuando se vaya. En la oscuridad llena de humo, lo ves sonreír con debilidad, con culpa e intentando un gesto de despedida falso, gracioso, desde el umbral.
Ponete de costado, hacia la pared, para no tener que ver cuando se cierra la puerta. De todos modos, escuchás el ruido sordo, el entrechocar de las llaves y el chasquido del pestillo que se cierra, los pasos fuertes después cada vez más débiles en la escalera, el chirrido de la puerta de calle, y después nada. Todos los sonidos de él se funden con la ciudad, su cara pasea sin nombre hacia el centro en un colectivo o en un taxi con mala calefacción.
La habitación, todo el edificio en que vivís, tiembla en las ventanas cuando pasa rugiendo un camión. Entonces, preguntate: ¿quién eres? (...) Cuando tenías seis años, pensabas que amante significaba algo hartante como ponerse los zapatos en el pie que no corresponde.
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