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jueves, 4 de abril de 2013

EN LAS SOMBRAS







La puerta se cerró con un ruido sordo. El crujido de la cerradura cuando la llave dio dos vueltas para cerrarse, consiguió helarme el corazón y la sangre.


Insuficiente luz para satisfacer la expiación curiosa que instigaba a mis pupilas, no permitiéndolas alcanzar a ver más allá de la elegante silueta que se perfilaba, difusa y presuntuosa, bajo el anonimato que le garantizaba el juego de las sombras, en una estancia victoriana que nos entregaba su Alma, en medio de un aroma con esencia a jazmín, emanado por una docena de velas prácticamente consumidas. 


          - Estoy esperando.- oí decir, rompiéndose el silencio hueco que gravitaba sobre nosotros. 



Su voz sonaba firme, exacta, inconmovible ante un ornamentado pudor que atacaba cruelmente mi timidez. Una marabunta de sentimientos convulsos parecía despedazar mis entrañas en una súplica por abrirse camino. Acabé de girarme despacio, y mis ojos buscaron con porfía la elegancia que reverberaba de su figura. Acomodado en un sillón frente a mí, con las piernas ligeramente separadas, majestuoso, con talante señorial, se erigía, cual Rey en su trono, cual Zar en su sitial, cual Sultán en su harén, cual Dios en su altar mayor, ÉL. Rey entre Reyes, Zar entre Zares, Sultán entre Sultanes y Dios entre Dioses, saboreando con gusto exquisito, un miedo y una vergüenza que se me volvían detestables en su presencia. Entre la media luz del lugar, advertí que tenía el torso desnudo. El sinfín conjunto de músculos, tensionados por el deseo y afinadamente definidos por la sed carnal que lo hostigaba, se esculpían rigurosos y perfectos como una Obra Maestra forjada bajo el virtuosismo de la mano de Oro del prodigioso Miguel Ángel o del estilístico Bernini. Un Adonis de carne y hueso tomaba forma humana a través de la penumbra.La suya, era la belleza de un animal peligroso, salvaje, que me provocaba escalofríos.



Su porte destacaba su virilidad tanto como la subrayaba su pantalón.



Con semblante riguroso, casi con una crueldad divertida en su rostro, la lascivia de su mirada rastreó como un perro de presa la desnudez tímida, -engalanada únicamente con unos zapatos negros de altísimo tacón y unas braguitas que descendían a su capricho a la altura de los tobillos-, que manifestaba cada poro de mi cuerpo, tembloroso, vulnerable, indefenso ante su déspota postura. El deseo lo acosaba insurrecto, revolucionario, sin prudencia, sin receso, sin darle tregua. Concurría sedicioso en la impavidez de su expresión, en la inmovilidad de su ser, en la plenitud ignota de su mirada, en la calma de su voz, incluso en la aquiescencia de su controlada respiración. 



Me miraba apetitoso, voraz, ansioso, con ojos ávidos por tomar aquella figura que ya le pertenecía, que ya sabía suya. De hurtar un placer todavía por descubrir en mi cuerpo y de satisfacer en el suyo, de alimentar la apetencia de su ser, descubriendo al mío a través de su lujuria, en una prolongada sacudida sin retorno, que me situaba en mi lugar, justo donde debía estar, donde tenía que estar, donde quería, donde me correspondía ante ÉL. 



Se levantó remisamente y, con un abandono estudiado y metódico en su caminar, se aproximó hasta mí, serio, protocolario como un ceremonioso ritual. Un estremecimiento se abrió de nuevo paso por mis entrañas, mientras mi carne se rasgaba febril al rastro que el recorrido de la impudicia de sus ojos, trazaba a lo largo del ahogo del que estaba siendo testigo mi cuerpo, al mismo tiempo que sus pasos, en solemne procesión, sentenciosos como los de un Verdugo, acortaban la distancia que lo acercaba hasta mí, permitiendo que la luz me descubriera a medida que avanzaba, cada centímetro de su piel y obligándome a entrecortar la respiración hasta casi hacerla dolorosa dentro del pecho.



Él, se volvía terrenal con sus caricias, con sus palabras, con su voz…

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