
Una pequeña habitación que hacía de salita. Solos en mi casa, tú y yo.
Blanco y en botella, tenías todas las de ganar.
Qué ilusa de mí, que creía que iba a poder contra nuestro deseo y nuestros corazones. Es como el que sabe a lo que se expone pero que piensa que nunca le va a pasar a él. Y entonces ocurre... y te maldices por tu osadía.
No podía hacer otra cosa. Llamaste a mi puerta y tenía que abrirte e invitarte a pasar. En verdad fue culpa mía. Me llamaste por teléfono y me preguntaste si podías venir. Y yo, en no sé qué acto de locura y valentía, acepté. Pero es que, en aquella etapa, yo no era más que una marioneta de mi corazón, que me manejaba a su antojo y bajo los efectos del amor naciente.
Dicen que quien juega con fuego se acaba quemando y yo, en esos momentos, jugaba con hogueras. Estaba clarísimo que en algún instante saltaría la chispa que iba a provocar el incendio.
Y pasó lo que estaba predicho. Fue justo en ese momento en que tus labios rozaron mi cara... suaves, lentos, dulces... Y poco a poco fueron despertando mi alma... temerosa, precavida, enamorada... Comenzamos así un juego de besos.
Me ganaste. Te juro que ahí me ganaste. Todos y cada uno de mis sentidos se centraron en ti y, en mi interior y en silencio, te juré amor eterno. Desbarataste mi mundo, mis ideas, mis sentimientos, lo desbarataste absolutamente todo y, si bien mi cuerpo estaba arropado, mi alma quedó desnuda.
Y es que esa fue la primera vez... La primera vez que hacía el amor con sólo un par de besos tontos, inocentes, en la mejilla...
No hay comentarios:
Publicar un comentario